Y es que debió de ser en primavera. Recién
estrenada creo yo. Y no, no es que yo sienta una debilidad especial por la
estación ni que haya pasado mis recuerdos por el tamiz romántico. Ni siquiera
andaba buscando por entonces nada parecido. Buscaba una pletina de segunda mano
a buen precio para María y, sea por esta puñetera manía que tengo de leerlo
todo o por amortizar la publicación o, en fin, por puro aburrimiento, me
encontré con el dichoso anuncio que requería “músicos para grupo de música
celta”. Había una introducción ciertamente barroca de la que no me acuerdo, sí
recuerdo en cambio que la palabra “celta” caía en la línea siguiente y que de
primeras leí “músicos para grupo de música”. Me pareció bastante lógico, la
verdad, luego lo de celta me atrajo definitivamente, siempre me ha gustado.
¿Por qué no? -pensé- yo andaba sin
saber qué hacer con la flauta travesera, así que llamé. Al otro lado la voz era
efusiva, de un optimismo feroz, me hablaba de la “Elisa” y yo rebuscaba sin
éxito en mi cabeza algún indicio familiar relacionado con el término; “Taberna
Elisa” me repetía con santa paciencia sin cejar en la efusividad, y en mi
ignorancia todo me sonaba a broma. “Calle Santa María, paralela a Huertas”, vi
la luz por fin. Allí tenían un concierto la noche de la cita, y hasta allí me
acerqué con María, que para eso había sido la culpable del lío. No sé si están
familiarizados con el sitio, pero imagínense que no, como era mi caso; lo
primero que te asalta es el olor, es un olor característico que comparten con
ligeras variantes otro racimo de establecimientos del mismo jaez, un olor que
exhalan las paredes impregnadas de humedad, humo y vapores etílicos, los
enseres y las telas, los cacharros pringosos de polvo milenario en las
estanterías, el papel macilento de los carteles también empapados en lo mismo,
en la atmósfera cargada inventilable de
mil efluvios donde el oxígeno resulta un fugitivo. No descarto que la música
tenga también su parte en el aroma y que las notas que nunca se dieron donde
debían aparezcan un día rascando la roña de la barra o las estanterías, habrá
en todo caso, por la pinta, pocas redondas y blancas, serán, pienso, más bien
de negras en adelante y, si son de las que se escapan, habrá seguro muchos
tresillos. Algunos nuestros.
Allí
estaban, apiñados en el minúsculo escenario, haciendo un conato de prueba de
sonido. De pie, muy pegado al micro, Javi, impertérrito con su escasa media
melena entrecana y su bigote mexicano, soltaba rápidas ráfagas de whistle con
el único y casi imperceptible movimiento de los dedos (los pies muy juntos y
las lentes oblongas de sus gafas mirando al infinito); mientras, sentado, el
violinista de turno, con un gorro de lana a modo de casquete polar, hurgaba en
la funda de su instrumento y juraba frases inconexas con respecto al sonido
(era éste un tal Xabi, al que conocí poco. Parecía un fabulador impenitente,
como lo son gran parte de los músicos ambulantes y, en particular, los
violinistas, capaces de pergeñar historias rocambolescas o fabulosas de
conciertos exóticos en parajes lejanos sobre las que es difícil dejar de dudar)
y Juanjo, agachado, movía compulsivamente los ingobernables botones de la
pequeña y maltratada mesa más etapa de sonido (todo en uno) adquirida de
tercera o cuarta mano. Extraño, todo muy extraño para mí, el sitio y lo demás,
me asalta la sensación como si fuera ahora mismo, una borrachera gratuita
merced al esfuerzo de intentar reconocer el cúmulo de sensaciones
irreconocibles, como intentar inútilmente enfocar un texto en letra demasiado
pequeña y descifrarlo hasta que te das cuenta de que está en arameo.
Tomamos algo, una pinta y, en la barra, me
abordó por primera vez un individuo al parecer entendido en la materia al que
también por primera vez (y última) escuché con atención, “¿vienes de la
clásica? Esto no tiene nada que ver, hay que saber hacer los trinos, los
adornos…”. En fin no creo que muchos grupos hayan tenido el privilegio de
contar con un crítico particular, en exclusiva. Aunque yo no lo percibí en
aquel momento, este era el caso, sus frases lapidarias nos han perseguido en
conciertos y ensayos aromatizadas por los efluvios de la cerveza negra, densas
y gangosas como la propia espuma de una guiness.
Salimos
de allí al fresco de la noche primaveral que en vano intentaba aclarar el mareo
que, en un momento, se había instalado en mi cabeza fruto de la extrañeza y el
vértigo ante la posibilidad de emprender un camino para mí totalmente nuevo.
Como una prótesis que me hubieran implantado entre brazo y costado, asomaba
insensible el librillo de partituras cuya portada rezaba “Belisana,.. El embrujo de la música celta” y que
contenía, más tarde lo comprobé, el catecismo de los conciertos, la base casi
intocable de los superéxitos de Belisana sabiamente repartidos en dos partes
(como un partido de fútbol). Allí los auténticos temazos de inmarcesible memoria: Chicago, Maid
behaind the bar, Morrison, Julia, Ballydesmond, The kid of the mountain, Mi do
la… Dormí mal aquella noche. Por la excitación o algo así,
no me malinterpretéis, intentaba imaginarme cómo sería el ensayo para el que
habíamos quedado pocos días después.
UN TEMA MÁS:
Bonita idea esta de "contarnos" Belisana. Me gusta, me gusta....
ResponderEliminarBesos
PD: paso a la descarga... con tu permiso