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martes, 26 de noviembre de 2013

6. BELISANA: CUANDO MI MADRE COMPRA POLLO...


Dejando aparte los momentos que hemos compartido tocando (iba a decir subidos a un escenario, pero como otras tantas veces hemos tocado a ras de suelo, incluso por debajo del suelo, en el metro o en la p. calle, pues mejor no lo digo, por englobarlo todo, ya me entendéis. Ya dedicaré otro capítulo a los sitios más “inusuales” donde nos hemos visto en acción), quizá los mejores ratos, los que han dejado en mi cabeza una multitud de recuerdos imborrables, han sido los que dedicamos a conversar, en los intermedios, tras los ensayos o en las noches que estirábamos tras el concierto de marras. Aquella manera de matar el hambre en cualquier lugar cercano al local de turno (sólo Juanjo estaba libre de esa servidumbre, del hambre quiero decir, o, si lo tenía, en todo caso lo mataba de otras formas mucho más sanas que traía en la mochila: disoluciones macrobióticas, extraños batidos… No se decidía a masticar nada, y tampoco me extraña, pues recuerdo que una vez, comiendo una ensalada –esto lo presenció Javi- se incrustó un afilado trozo de plástico en lo más profundo del gañote y tuvieron que ir directamente a urgencias. Nos tuvo preocupados durante un tiempo. Lo que no admite ningún género de dudas es que su manera de alimentarse era decididamente superior a la nuestra, a juzgar por su físico espectacular), recuerdo con cariño los perritos de ese establecimiento en la acera de enfrente de la Elisa (seguramente el más acogedor), el museo del jamón al lado de la Fontana de oro (tantas veces visitado), aquel antrito de Sevilla frente al O’Neils, con los bancos alargados, o el Vips justo al lado del desaparecido Kitty O’ sheas (si es que se llamaba así), en Cibeles.

Por lo general, nuestras conversaciones transitaban por los vericuetos de los azares diarios de cada cual, y muy comúnmente, terminaban centrándose en los altibajos de nuestros trastornos sentimentales (en algunos casos, auténticas montañas rusas). El modus operandi era similar al que algunos pueblos de la antigüedad practicaban con sus enfermos, es decir, los exponían en las encrucijadas de los caminos en la esperanza de que algún viajero, conocedor por casualidad o por experiencia de un mal similar, pudiera proporcionarles un remedio. Así, cada uno de nosotros ponía, en su caso, encima de la mesa, su perentorio embrollo emocional, y los demás, desgranando experiencias pasadas o presentes, vividas o escuchadas, intentaban arrojar un poco de luz sobre el asunto. Ni que decir tiene que, al hilo de las pintas, condicionados por nuestra propia naturaleza poco proclive al drama y alumbrados por las estrambóticas experiencias que acababan saliendo a la luz, el tema abandonaba de inmediato la seriedad que hubiera podido pretender (si es que lo pretendió) y se entraba en una escalada de incongruencias, esperpentos y, finalmente, auténticas barbaridades.

Fue en una de estas escaladas cuando surgió el título de un tema inmortal. Estábamos en la terraza de The Irish Rover, establecimiento cercano a la Castellana del que nos llamaban de vez en cuando y al que nos encantaba ir. Acabábamos de tocar, aún en esa euforia que tarda en abandonarte tras el concierto, y hacía ya muy buen tiempo, debía ser principios de verano, quizá Junio, tenían abierta la terraza, bastante amplia, a la altura de un segundo o tercer piso y allí ocupamos una mesa, escapando por fin del bullicio propio del local y disfrutando el aire libre del anochecer tibio. Apenas llegaba ruido de la calle, del tráfico, y una atmósfera mágica, a la temperatura ideal, turbia de contaminación y optimista en los comienzos del buen tiempo, nos acompañaba lo mejor que podía en nuestro pertinaz e injustificado estupendo estado de ánimo. Aún no sé muy bien cómo terminamos hablando sobre las diversas prácticas sexuales en solitario (probablemente tras la exposición de algún par de fracasos afectivos, o tres). El caso es que, ya en la plena relajación, con el trabajo terminado, sin ninguna prisa, saboreando en grandes cuencos la cerveza del local, plenos de imaginación, la cosa se nos fue de las manos. Javi se mostraba especialmente inspirado en semejantes momentos y, tras dos o tres intervenciones poco afortunadas, sentenció: “pues… cuando mi madre compra pollo…”, y no pudo terminar, merced a la compasiva intervención de Mario, “nadie quiere oír eso, tío” . Algún tiempo después decidimos por unanimidad utilizar como título de la nueva composición de Mario la fabulosa frase de Javi (aunque nadie osó jamás, en ningún concierto, explicar el sentido del título).

Alguno de los miembros, solía, no sabemos de qué manera, introducirse en reuniones de lo más “cosmopolitas” (por decirlo de alguna manera) y esto avivaba también nuestras charlas. Recuerdo que nos relató haber formado parte de un auténtico aquelarre en la cima de no sé qué monte próximo al extrarradio madrileño (al que había accedido informado por unas octavillas verdes que nos mostró, pero no pudo concretar dónde se hizo con ellas). En otra ocasión acudió al reclamo de una asociación nudista y se pasó varias horas en pelotas, sentado en una habitación junto a sus compañeros-as de enseñanza (colocados todos bien juntitos en un banco corrido alrededor de la habitación), tras lo cual, no pasó absolutamente nada. Cuando le preguntamos dónde había tenido lugar el despropósito, nos contestó (y esto parece un chiste) “en metro empalme”. Lo dijo en serio. Y era cierto, también tenía la octavilla.
ESCUCHA THE KID OF THE MOUNTAIN
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