De nuevo en
la Elisa (allí ensayamos durante mucho tiempo) embargado esta vez por una
alucinante curiosidad, bajé, inseguro el paso como yo mismo, aquellos peldaños
hacia el sótano dignos de la entrada al Hades, el reino de los muertos. Aquí el
particular olor del establecimiento se volvía denso por centímetros, aderezado
por un punto penetrante de humedad desabrigada hasta los huesos. El piso de abajo
de la Elisa es un mundo aparte, otra dimensión; la que Einstein jamás pudo
imaginar. Allí el tiempo navega a su aire y llegan muy escasos los ruidos de
arriba como las voces que uno percibe desde la cama presa de una enfermedad
febril. Un frío acogedor refrigera la atmósfera respirable por necesidad, por
azar o por milagro. El moho multicolor, pero ordenado, recubre con su
disciplina ortogonal las paredes haciendo pensar a todos que están forradas de
tela escocesa. Pero la sensación, desde la primera vez, es de refugio, como
acogerse a sagrado porque, cuando uno desciende hasta allí, tiene la sensación
inmediata del ser perseguido, del delincuente acosado, del pecador irredento y,
al llegar, te abandona de repente la sensación de urgencia, de peligro, que
quizá nunca tuviste. Por unas horas esperan fuera los pecados que nunca
cometiste, o quizá sí.
En esa cueva sin ventilación, por
supuesto sin ventanas, pero recorrida por misteriosas corrientes de aire,
encontré al llegar, por primera y única vez, a todos los miembros de la
Belisana de entonces reunidos (lo que me reportó una falsa sensación de
puntualidad colectiva que, por otra parte, no tardaría en desaparecer). Javi
con las rodillas muy juntas, sentado en el banco (debajo de la mesa abierta una
lata de cerveza de procedencia oriental. Consumir en la barra de esos
establecimientos no resulta barato), contra la pared. Juanjo trasteando con el
bhodram, la funda, los palillos… Un guitarrista pequeño y algo bizco, muy
entendido, que desaparecería rápidamente y dos violinistas: el pájaro fabulador
de la primera noche, que también nos abandonaría pronto, y un tipo muy moreno,
alto, seco de carnes, camiseta negra de tirantes, labios gruesos y cara que me
pareció entonces de pocos amigos. Este era Tancredo, desde luego un individuo
peculiar, de él se podría escribir un libro, o a lo mejor dos. Creo que también
para Tancredo era la primera vez, o como mucho la segunda (en Belisana, quiero
decir, pues él había ya tocado por todo el orbe cristiano. Y el musulmán),
porque, como yo, buscaba en las partituras y hacía preguntas prácticas por
demás, como todo en él, tratando más o menos inútilmente de hacerse una idea
siquiera aproximada del orden y la estructura de las piezas. Recuerdo que ante
el desconcierto inicial y el desorden que inocentemente yo atribuí a las
especiales circunstancias (nuevos miembros despistados), se impuso, también de
forma excepcional, el singular sentido común de Juanjo, su cordialidad a prueba
de bomba, logrando encontrar un par de piezas que conocíamos todos o casi, y
así conseguimos más o menos tocar algo. Descubrí en seguida en Javi un ser
afable, un hombre bueno (no hay tantos).
Flotaba para mí, en estos primeros
ensayos la sombra del primer concierto, yo nunca había tocado en ningún local y
atribuía al acontecimiento fantásticas dosis de responsabilidad y alguna de
miedo. Más cuando las referencias que se hacían, fundamentalmente por parte del
violinista fabulador, sobre este tipo de actuaciones, iban aderezadas con
experiencias rocambolescas y ataques de nervios bajo los focos. Subrayadas por
si fuera poco con exclamaciones plenas de testosterona indicando, por ejemplo, desde
cuándo sus huevos se veían recubiertos por la consabida capa de vello púbico
(cosa, creo, por lo demás, que no interesaba a nadie). Pero así era este
sujeto, el violinista fugaz, presa por lo visto de frecuentes ataques de pánico
escénico que conjuraba a voces con imprecaciones mayormente soeces. Tancredo
mientras tanto permanecía impertérrito, no parecía poder alterarse por tan poca
cosa. Al segundo ensayo vino un joven también sereno, con una seriedad mística
(pensé entonces), como repleto de vida interior. Mario. En seguida me pareció un guitarrista
apreciable; él ya había tenido la oportunidad de colaborar con Belisana y
mantenía en apariencia los nervios templados. Recuerdo estas primeras reuniones
entre una nebulosa de gente que iba y venía, creo que le pregunté a Juanjo cómo
se articulaba el grupo, por decirlo de alguna manera, y él me explicó
sencillamente que se avisaba cuando había concierto a la vista y que, sin
compromiso, nos apuntáramos aquellos a los que nos viniera bien. La fórmula me
pareció peculiar y, de hecho, en los primeros bolos a los que asistí,
coincidieron los dos violinistas y variaron los guitarristas.
A los ensayos en la Elisa venían a
veces acompañantes, cuando no se sumaba el crítico para sentar jurisprudencia,
pero el acompañante total, íntimo amigo de Javi, querido por todos, fan
superlativo de Belisana y parte creo de su propia esencia, era David. David,
con sus atuendos elegantemente oscuros, abultados los bolsillos de su americana
por los libros que escondía allí dentro, con su pinta de poeta deciminónico,
tertuliano de café modernista. Nunca olvidaré su voz, en mitad de la noche, recitando
en Francés las flores del mal en
aquella terraza de Francisco Silvela. David, con su calma seráfica y sus frases
mefistofélicas, poeta de las humanas tinieblas y contumaz conversador. Su
silueta silenciosa se colaba escaleras abajo o aparecía de pronto en los
aledaños del concierto para regalarnos después su compañía.
THE BALLIDESMOND POLKA
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