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sábado, 16 de noviembre de 2013

3. BELISANA: PRIMEROS ENSAYOS


De nuevo en la Elisa (allí ensayamos durante mucho tiempo) embargado esta vez por una alucinante curiosidad, bajé, inseguro el paso como yo mismo, aquellos peldaños hacia el sótano dignos de la entrada al Hades, el reino de los muertos. Aquí el particular olor del establecimiento se volvía denso por centímetros, aderezado por un punto penetrante de humedad desabrigada hasta los huesos. El piso de abajo de la Elisa es un mundo aparte, otra dimensión; la que Einstein jamás pudo imaginar. Allí el tiempo navega a su aire y llegan muy escasos los ruidos de arriba como las voces que uno percibe desde la cama presa de una enfermedad febril. Un frío acogedor refrigera la atmósfera respirable por necesidad, por azar o por milagro. El moho multicolor, pero ordenado, recubre con su disciplina ortogonal las paredes haciendo pensar a todos que están forradas de tela escocesa. Pero la sensación, desde la primera vez, es de refugio, como acogerse a sagrado porque, cuando uno desciende hasta allí, tiene la sensación inmediata del ser perseguido, del delincuente acosado, del pecador irredento y, al llegar, te abandona de repente la sensación de urgencia, de peligro, que quizá nunca tuviste. Por unas horas esperan fuera los pecados que nunca cometiste, o quizá sí.

            En esa cueva sin ventilación, por supuesto sin ventanas, pero recorrida por misteriosas corrientes de aire, encontré al llegar, por primera y única vez, a todos los miembros de la Belisana de entonces reunidos (lo que me reportó una falsa sensación de puntualidad colectiva que, por otra parte, no tardaría en desaparecer). Javi con las rodillas muy juntas, sentado en el banco (debajo de la mesa abierta una lata de cerveza de procedencia oriental. Consumir en la barra de esos establecimientos no resulta barato), contra la pared. Juanjo trasteando con el bhodram, la funda, los palillos… Un guitarrista pequeño y algo bizco, muy entendido, que desaparecería rápidamente y dos violinistas: el pájaro fabulador de la primera noche, que también nos abandonaría pronto, y un tipo muy moreno, alto, seco de carnes, camiseta negra de tirantes, labios gruesos y cara que me pareció entonces de pocos amigos. Este era Tancredo, desde luego un individuo peculiar, de él se podría escribir un libro, o a lo mejor dos. Creo que también para Tancredo era la primera vez, o como mucho la segunda (en Belisana, quiero decir, pues él había ya tocado por todo el orbe cristiano. Y el musulmán), porque, como yo, buscaba en las partituras y hacía preguntas prácticas por demás, como todo en él, tratando más o menos inútilmente de hacerse una idea siquiera aproximada del orden y la estructura de las piezas. Recuerdo que ante el desconcierto inicial y el desorden que inocentemente yo atribuí a las especiales circunstancias (nuevos miembros despistados), se impuso, también de forma excepcional, el singular sentido común de Juanjo, su cordialidad a prueba de bomba, logrando encontrar un par de piezas que conocíamos todos o casi, y así conseguimos más o menos tocar algo. Descubrí en seguida en Javi un ser afable, un hombre bueno (no hay tantos).

            Flotaba para mí, en estos primeros ensayos la sombra del primer concierto, yo nunca había tocado en ningún local y atribuía al acontecimiento fantásticas dosis de responsabilidad y alguna de miedo. Más cuando las referencias que se hacían, fundamentalmente por parte del violinista fabulador, sobre este tipo de actuaciones, iban aderezadas con experiencias rocambolescas y ataques de nervios bajo los focos. Subrayadas por si fuera poco con exclamaciones plenas de testosterona indicando, por ejemplo, desde cuándo sus huevos se veían recubiertos por la consabida capa de vello púbico (cosa, creo, por lo demás, que no interesaba a nadie). Pero así era este sujeto, el violinista fugaz, presa por lo visto de frecuentes ataques de pánico escénico que conjuraba a voces con imprecaciones mayormente soeces. Tancredo mientras tanto permanecía impertérrito, no parecía poder alterarse por tan poca cosa. Al segundo ensayo vino un joven también sereno, con una seriedad mística (pensé entonces), como repleto de vida interior. Mario.  En seguida me pareció un guitarrista apreciable; él ya había tenido la oportunidad de colaborar con Belisana y mantenía en apariencia los nervios templados. Recuerdo estas primeras reuniones entre una nebulosa de gente que iba y venía, creo que le pregunté a Juanjo cómo se articulaba el grupo, por decirlo de alguna manera, y él me explicó sencillamente que se avisaba cuando había concierto a la vista y que, sin compromiso, nos apuntáramos aquellos a los que nos viniera bien. La fórmula me pareció peculiar y, de hecho, en los primeros bolos a los que asistí, coincidieron los dos violinistas y variaron los guitarristas.

            A los ensayos en la Elisa venían a veces acompañantes, cuando no se sumaba el crítico para sentar jurisprudencia, pero el acompañante total, íntimo amigo de Javi, querido por todos, fan superlativo de Belisana y parte creo de su propia esencia, era David. David, con sus atuendos elegantemente oscuros, abultados los bolsillos de su americana por los libros que escondía allí dentro, con su pinta de poeta deciminónico, tertuliano de café modernista. Nunca olvidaré su voz, en mitad de la noche, recitando en Francés las flores del mal en aquella terraza de Francisco Silvela. David, con su calma seráfica y sus frases mefistofélicas, poeta de las humanas tinieblas y contumaz conversador. Su silueta silenciosa se colaba escaleras abajo o aparecía de pronto en los aledaños del concierto para regalarnos después su compañía.
 
THE BALLIDESMOND POLKA
 
 

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