Dejando
aparte los momentos que hemos compartido tocando (iba a decir subidos a un
escenario, pero como otras tantas veces hemos tocado a ras de suelo, incluso
por debajo del suelo, en el metro o en la p. calle, pues mejor no lo digo, por
englobarlo todo, ya me entendéis. Ya dedicaré otro capítulo a los sitios más
“inusuales” donde nos hemos visto en acción), quizá los mejores ratos, los que
han dejado en mi cabeza una multitud de recuerdos imborrables, han sido los que
dedicamos a conversar, en los intermedios, tras los ensayos o en las noches que
estirábamos tras el concierto de marras. Aquella manera de matar el hambre en
cualquier lugar cercano al local de turno (sólo Juanjo estaba libre de esa
servidumbre, del hambre quiero decir, o, si lo tenía, en todo caso lo mataba de
otras formas mucho más sanas que traía en la mochila: disoluciones
macrobióticas, extraños batidos… No se decidía a masticar nada, y tampoco me
extraña, pues recuerdo que una vez, comiendo una ensalada –esto lo presenció
Javi- se incrustó un afilado trozo de plástico en lo más profundo del gañote y
tuvieron que ir directamente a urgencias. Nos tuvo preocupados durante un
tiempo. Lo que no admite ningún género de dudas es que su manera de alimentarse
era decididamente superior a la nuestra, a juzgar por su físico espectacular),
recuerdo con cariño los perritos de ese establecimiento en la acera de enfrente
de la Elisa (seguramente el más acogedor), el museo del jamón al lado de la
Fontana de oro (tantas veces visitado), aquel antrito de Sevilla frente al
O’Neils, con los bancos alargados, o el Vips justo al lado del desaparecido
Kitty O’ sheas (si es que se llamaba así), en Cibeles.
Por lo
general, nuestras conversaciones transitaban por los vericuetos de los azares
diarios de cada cual, y muy comúnmente, terminaban centrándose en los altibajos
de nuestros trastornos sentimentales (en algunos casos, auténticas montañas
rusas). El modus operandi era similar al que algunos pueblos de la antigüedad practicaban
con sus enfermos, es decir, los exponían en las encrucijadas de los caminos en
la esperanza de que algún viajero, conocedor por casualidad o por experiencia
de un mal similar, pudiera proporcionarles un remedio. Así, cada uno de
nosotros ponía, en su caso, encima de la mesa, su perentorio embrollo
emocional, y los demás, desgranando experiencias pasadas o presentes, vividas o
escuchadas, intentaban arrojar un poco de luz sobre el asunto. Ni que decir
tiene que, al hilo de las pintas, condicionados por nuestra propia naturaleza
poco proclive al drama y alumbrados por las estrambóticas experiencias que acababan
saliendo a la luz, el tema abandonaba de inmediato la seriedad que hubiera
podido pretender (si es que lo pretendió) y se entraba en una escalada de
incongruencias, esperpentos y, finalmente, auténticas barbaridades.
Fue en una
de estas escaladas cuando surgió el título de un tema inmortal. Estábamos en la
terraza de The Irish Rover, establecimiento cercano a la Castellana del que nos
llamaban de vez en cuando y al que nos encantaba ir. Acabábamos de tocar, aún
en esa euforia que tarda en abandonarte tras el concierto, y hacía ya muy buen
tiempo, debía ser principios de verano, quizá Junio, tenían abierta la terraza,
bastante amplia, a la altura de un segundo o tercer piso y allí ocupamos una
mesa, escapando por fin del bullicio propio del local y disfrutando el aire
libre del anochecer tibio. Apenas llegaba ruido de la calle, del tráfico, y una
atmósfera mágica, a la temperatura ideal, turbia de contaminación y optimista
en los comienzos del buen tiempo, nos acompañaba lo mejor que podía en nuestro
pertinaz e injustificado estupendo estado de ánimo. Aún no sé muy bien cómo
terminamos hablando sobre las diversas prácticas sexuales en solitario
(probablemente tras la exposición de algún par de fracasos afectivos, o tres).
El caso es que, ya en la plena relajación, con el trabajo terminado, sin
ninguna prisa, saboreando en grandes cuencos la cerveza del local, plenos de
imaginación, la cosa se nos fue de las manos. Javi se mostraba especialmente
inspirado en semejantes momentos y, tras dos o tres intervenciones poco
afortunadas, sentenció: “pues… cuando mi madre compra pollo…”, y no pudo
terminar, merced a la compasiva intervención de Mario, “nadie quiere oír eso,
tío” . Algún tiempo después decidimos por unanimidad utilizar como título de la
nueva composición de Mario la fabulosa frase de Javi (aunque nadie osó jamás,
en ningún concierto, explicar el sentido del título).
Alguno de
los miembros, solía, no sabemos de qué manera, introducirse en reuniones de lo
más “cosmopolitas” (por decirlo de alguna manera) y esto avivaba también
nuestras charlas. Recuerdo que nos relató haber formado parte de un auténtico
aquelarre en la cima de no sé qué monte próximo al extrarradio madrileño (al
que había accedido informado por unas octavillas verdes que nos mostró, pero no
pudo concretar dónde se hizo con ellas). En otra ocasión acudió al reclamo de
una asociación nudista y se pasó varias horas en pelotas, sentado en una habitación junto a
sus compañeros-as de enseñanza (colocados todos bien juntitos en un banco
corrido alrededor de la habitación), tras lo cual, no pasó absolutamente nada.
Cuando le preguntamos dónde había tenido lugar el despropósito, nos contestó (y
esto parece un chiste) “en metro empalme”. Lo dijo en serio. Y era cierto,
también tenía la octavilla.
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