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lunes, 18 de noviembre de 2013

4. BELISANA: PRIMEROS CONCIERTOS


Así las cosas, sucedió (aunque yo en realidad no creí que fuera a darse la circunstancia) el primer concierto (para mí), y siento no recordar ahora el nombre del establecimiento, porque no volvimos nunca más a tocar allí. Era un sitio pequeño, estrecho, al estilo de la taberna irlandesa como todos, enclavado, de eso sí me acuerdo, muy cerca del Corte Inglés de Princesa. Al fondo había un escenario estrecho por demás (y eso que en ese tipo de locales todos los escenarios lo son). Allí andábamos apiñados todos como piojos en costura, intentando esquivar los pies y arrimarnos al micrófono. Yo sólo toqué un par de piezas, no había tenido tiempo de aprender mucho más a la velocidad que requería el sonido Belisana y Juanjo me anunció como una colaboración estelar (por excelencia, así es Juanjo). Había unas quince personas escuchando, la mitad amigos y acompañantes, pero yo estaba seguramente tan nervioso como si me hubiera estrenado en el Carnegie hall. Tancredo me lo notó en seguida, como perro viejo, y me preguntó después por las sensaciones, cuando los dos escuchábamos sentados al resto del grupo. Cuando salí, aún no era de noche (fue de las pocas veces que nos contrataron por la tarde), llevaba encima una increíble sensación de euforia infantil que me costaba trabajo reconocer. Perdí aquella tarde quince o veinte años.

            Pero el verdadero estreno vendría poco después, en la fontana de oro, el local más estrafalario e inclasificable que pudiera jamás haber imaginado. Durante los ensayos inmediatamente anteriores, ya a sabiendas de que tocaríamos allí (por entonces  Belisana era una banda asidua del tremendo garito) tuve ocasión de escuchar historias para no dormir y pronósticos sobre el particular, “ya verás, ese sí es un sitio grande y lleno de gente, con un escenario alto”; y yo imaginaba una especie de nave industrial atestada de gente reclamando nuestra presencia y, en el medio, una torre cuadrangular enhiesta a considerable altura sobre el océano humano, distinguida por focos cegadores. Parece que el local, situado en una calleja perpendicular a la Carrera de San Jerónimo, ya muy cerca de Sol, tiene su antigüedad; muy citado según allí mismo se indica por Galdós. Yo luego lo he encontrado en la obra de Baroja y Blasco Ibáñez como auténtico refugio de liberales exaltados y revolucionarios. Cubil en el que se urdieron mil algaradas y levantamientos desde el XIX. No me extraña, allí puede cocerse cualquier cosa, pero cuando lo conocí en compañía de mis nuevos correligionarios no me pareció tan grande, ni aún la mitad (que diría Cervantes), pero sí raro; no era exactamente una taberna irlandesa, aunque no faltaban aditamentos de los que normalmente se encuentran en esos antritos (estanterías con trastos viejos, desorden, botellas, letreros en gaélico, figuras alusivas a la mitología céltica, polvo, mierda del año que la pidas, oscuridad, olores etílicos, pintas, falta de oxígeno, humo, ruido y todo lo demás). Abundaban también, sin embargo, otros elementos difícilmente clasificables, desde el busto con bigote del citado Galdós a la bandera republicana. Y con todo, lo más sorprendente de la fontana era el personal, empezando por el encargado, Pedro (Peter, para Javi), hombre de una seriedad británica que profesaba no sé qué debilidad por la banda, con el que sólo trataba Javi y no sé si esporádicamente Juanjo; siguiendo por el DJ (con el que formaba un auténtico tándem), un tipo ya entrado en años con tupé moreno a lo rockabilly, y seca mala leche al que no hacía ninguna gracia que lo apeáremos de sus labores durante el concierto (pinchaba en la tarima donde tocábamos) y así nos lo manifestaba con malos gestos, amenazadoras advertencias para que no nos acercáramos a su material, urgiéndonos a que termináramos la prueba de sonido o directamente obstaculizando la misma con diversos subterfugios, o, lo peor, soltando un humo pestilente con penetrante olor a vainilla durante el concierto (es de reseñar la sensación de asfixia que se apoderaba de los que manejábamos instrumentos de viento). Bendito aparato el del humo. En fin, todo se lo perdonábamos a Bono (así lo llamaban por pinchar, repetidamente, buena parte del repertorio de U2, y por las gafas de sol) porque generalmente andábamos de muy buen humor, no siempre etílico, y porque, en ocasiones, Dios sabe con qué objeto, nos dispensaba afectuosos saludos y alguna palabra amable (o, al menos, eso queríamos interpretar, porque el ruido no te dejaba allí entender nada con claridad).

            El público que allí se reunía no era menos inclasificable. Multirracial, de todas las clases más alejadas de la normalidad y bullicioso a medida que pasaban las horas, nos deparó algunos de los espectáculos más memorables de nuestra carrera, pero eso creo que lo contaré más adelante. La barra libre con que nos obsequiaban al principio duró poco, merced a la rentabilidad que algunos miembros del grupo obtenían de semejante privilegio. Luego nos racionaron las pintas mediante unas tarjetas plastificadas que nos repartíamos como buenos hermanos (unas tres) y que llegaron a ser objetos muy buscados según avanzaba la noche. Porque aquello cerraba a las tantas por encima de no sé qué normativa que se rumoreaba que había pero no sé si era así en verdad.
 
 
 

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