Así las
cosas, sucedió (aunque yo en realidad no creí que fuera a darse la
circunstancia) el primer concierto (para mí), y siento no recordar ahora el
nombre del establecimiento, porque no volvimos nunca más a tocar allí. Era un
sitio pequeño, estrecho, al estilo de la taberna irlandesa como todos,
enclavado, de eso sí me acuerdo, muy cerca del Corte Inglés de Princesa. Al
fondo había un escenario estrecho por demás (y eso que en ese tipo de locales
todos los escenarios lo son). Allí andábamos apiñados todos como piojos en
costura, intentando esquivar los pies y arrimarnos al micrófono. Yo sólo toqué
un par de piezas, no había tenido tiempo de aprender mucho más a la velocidad
que requería el sonido Belisana y Juanjo me anunció como una colaboración
estelar (por excelencia, así es Juanjo). Había unas quince personas escuchando,
la mitad amigos y acompañantes, pero yo estaba seguramente tan nervioso como si
me hubiera estrenado en el Carnegie hall. Tancredo me lo notó en seguida, como
perro viejo, y me preguntó después por las sensaciones, cuando los dos
escuchábamos sentados al resto del grupo. Cuando salí, aún no era de noche (fue
de las pocas veces que nos contrataron por la tarde), llevaba encima una
increíble sensación de euforia infantil que me costaba trabajo reconocer. Perdí
aquella tarde quince o veinte años.
Pero el verdadero estreno vendría
poco después, en la fontana de oro,
el local más estrafalario e inclasificable que pudiera jamás haber imaginado.
Durante los ensayos inmediatamente anteriores, ya a sabiendas de que tocaríamos
allí (por entonces Belisana era una
banda asidua del tremendo garito) tuve ocasión de escuchar historias para no dormir
y pronósticos sobre el particular, “ya verás, ese sí es un sitio grande y lleno
de gente, con un escenario alto”; y yo imaginaba una especie de nave industrial
atestada de gente reclamando nuestra presencia y, en el medio, una torre
cuadrangular enhiesta a considerable altura sobre el océano humano, distinguida
por focos cegadores. Parece que el local, situado en una calleja perpendicular
a la Carrera de San Jerónimo, ya muy cerca de Sol, tiene su antigüedad; muy
citado según allí mismo se indica por Galdós. Yo luego lo he encontrado en la
obra de Baroja y Blasco Ibáñez como auténtico refugio de liberales exaltados y
revolucionarios. Cubil en el que se urdieron mil algaradas y levantamientos
desde el XIX. No me extraña, allí puede cocerse cualquier cosa, pero cuando lo
conocí en compañía de mis nuevos correligionarios no me pareció tan grande, ni
aún la mitad (que diría Cervantes), pero sí raro; no era exactamente una
taberna irlandesa, aunque no faltaban aditamentos de los que normalmente se
encuentran en esos antritos (estanterías con trastos viejos, desorden,
botellas, letreros en gaélico, figuras alusivas a la mitología céltica, polvo,
mierda del año que la pidas, oscuridad, olores etílicos, pintas, falta de
oxígeno, humo, ruido y todo lo demás). Abundaban también, sin embargo, otros
elementos difícilmente clasificables, desde el busto con bigote del citado
Galdós a la bandera republicana. Y con todo, lo más sorprendente de la fontana
era el personal, empezando por el encargado, Pedro (Peter, para Javi), hombre
de una seriedad británica que profesaba no sé qué debilidad por la banda, con
el que sólo trataba Javi y no sé si esporádicamente Juanjo; siguiendo por el DJ
(con el que formaba un auténtico tándem), un tipo ya entrado en años con tupé
moreno a lo rockabilly, y seca mala leche al que no hacía ninguna gracia que lo
apeáremos de sus labores durante el concierto (pinchaba en la tarima donde
tocábamos) y así nos lo manifestaba con malos gestos, amenazadoras advertencias
para que no nos acercáramos a su material, urgiéndonos a que termináramos la
prueba de sonido o directamente obstaculizando la misma con diversos
subterfugios, o, lo peor, soltando un humo pestilente con penetrante olor a
vainilla durante el concierto (es de reseñar la sensación de asfixia que se
apoderaba de los que manejábamos instrumentos de viento). Bendito aparato el
del humo. En fin, todo se lo perdonábamos a Bono (así lo llamaban por pinchar,
repetidamente, buena parte del repertorio de U2, y por las gafas de sol) porque
generalmente andábamos de muy buen humor, no siempre etílico, y porque, en
ocasiones, Dios sabe con qué objeto, nos dispensaba afectuosos saludos y alguna
palabra amable (o, al menos, eso queríamos interpretar, porque el ruido no te
dejaba allí entender nada con claridad).
El público que allí se reunía no era
menos inclasificable. Multirracial, de todas las clases más alejadas de la
normalidad y bullicioso a medida que pasaban las horas, nos deparó algunos de
los espectáculos más memorables de nuestra carrera, pero eso creo que lo
contaré más adelante. La barra libre con que nos obsequiaban al principio duró
poco, merced a la rentabilidad que algunos miembros del grupo obtenían de
semejante privilegio. Luego nos racionaron las pintas mediante unas tarjetas
plastificadas que nos repartíamos como buenos hermanos (unas tres) y que
llegaron a ser objetos muy buscados según avanzaba la noche. Porque aquello
cerraba a las tantas por encima de no sé qué normativa que se rumoreaba que
había pero no sé si era así en verdad.
THE BRITCHETS FULL OF STITCHES https://drive.google.com/file/d/0B5qdP7DBHOT0Q1hZa2tHcE95UFU/edit?usp=sharing
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