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viernes, 24 de enero de 2014

8. BELISANA: AQUELLOS OTROS SITIOS


Debo confesar que, aún de vez en cuando, mis sueños se ven perturbados por el fofo galopar de un voluminoso animal que, bamboleando sus enormes tetas al compás de la carrera, acaricia el césped con sus pezones a pares. Veo acercarse, amenazadora, a la tremenda cerda tailandesa devorando la extensa pradera con sus zancadas hacia nosotros sin que podamos dejar de tocar… Hay imágenes tan reales que parecen sueños. Aquella tarde fuimos a parar a una fiesta privada en un lugar idílico ¿cómo? Sería inútil investigarlo. Por alguna razón, las dueñas de aquel enorme chalet blanco, con su columnata estilo sureño o colonial y su amplia pradera de césped impoluto concluida en una oblonga piscina de fantasía, habían contactado con nosotros para que amenizáramos la fiesta de aniversario, cumpleaños o lo que fuera que hubieran decidido celebrar (que Javi, siempre discreto, nunca osaba interrogar sobre la razón por la que se requerían nuestros servicios.  Eso nunca interesa a los profesionales de verdad). Tardamos en encontrar el sitio, algo apartado entre dos poblaciones del noroeste madrileño, pero, como casi siempre, dimos con él, merced a ese sexto sentido que nos adornaba en las situaciones difíciles y a la protección de algún dios menor que nunca se dio a conocer. Nos recibieron con alegría y amabilidad; esto, junto a la extrema limpieza del lugar y a los elegantes atuendos de las gentes que por allí transitaban, confieso que nos descolocó al principio, nos volvió algo tímidos, recuerdo que hablábamos en susurros, como con miedo a delatarnos, a que descubrieran que no éramos el grupo que en realidad querían contratar. Quizá con miedo a despertar de repente en mitad de la Fontana o de aquel otro tugurio (cuyo nombre afortunadamente no recuerdo) en el que, después de probar sonido, se nos ocurrió salir a tomar el aire y, acabado el receso, los porteros no nos dejaban volver a entrar.

Habían montado un cóctel en toda regla, con sus rotundos conos de langostinos pelados en perfecto orden sobre bandeja de plata, sus camareros engominados impecables en sus ceñidas chaquetillas de un blanco nuclear, menudeando entre los invitados con surtidos de canapés o ilustres bebidas, su improvisada barra bien abastecida de licores de toda índole… Nos adjudicaron un lugar discreto y cómodo, en una especie de porche situado en un lateral, con sitio de sobra y, durante unos minutos, nos dedicamos a observar sin decir palabra, creo que se nos llegó a olvidar que habíamos ido allí a tocar. Juanjo, menos proclive a dejarse impresionar por nada, sacó un bolígrafo de la funda aquella redonda (la del bodhran) que venía a ser como el bolsillo de doraimon y pretendió, como de costumbre, hacer la lista de los temas, el orden en que íbamos a tocar (inútil, por lo demás, pues la mayor parte de las veces no se terminaba de escribir y, en todo caso, cuando empezábamos a tocar, ya nadie la encontraba o, directamente, no se respetaba nada de lo escrito allí, decidíamos sobre la marcha), “¡venga tíos! ¿qué hacemos primero?”, creo que no lo dijimos, pero el resto probablemente pensamos “lo primero, sin duda, los langostinos”.

Llevábamos un par de piezas o tres cuando pudimos observar que una bestia oscura de pelaje ralo y grandes tetas colgantes se acercaba a la carrera desde la piscina hacia los invitados, llevaba una ancha cinta rosa alrededor del cuello que se cerraba en un gran lazo bajo la papada. Era la cerda. La mascota de la familia. Tocamos lo que nos pareció y luego nos invitaron a incorporarnos al tema de los langostinos y demás (que por cierto había sufrido muy poca merma, comían como pajaritos), hicimos lo que pudimos para no ofender a los anfitriones, ponderamos la comida, felicitamos al cocinero, no rechazamos la bebida, nos fuimos acercando a la barra y aceptamos de buen grado todo tipo de conversación con aquellas buenas gentes cuando se dio la oportunidad. Fue una velada redonda.

Como contrapunto puedo hablar ahora de las bodas. Nunca fueron santo de nuestra devoción, pero en aquella época no le hacíamos ascos a nada, y siempre estaba el placer de tocar, aunque en según qué situaciones nos llegaron a amargar incluso eso. Una de éstas fue en verano. El mes de Julio para ser exactos. Del lugar no voy a hablar, no merece la pena. Llegamos allí antes de las ocho de la tarde, contentos como siempre, yo sólo sabía que se trataba de una actuación privada y, hasta un día antes, ni siquiera eso, de hecho estuve a punto de invitar a unos amigos para que vinieran a vernos… El ambiente de bodorrio nos invadió nada más entrar: lío, carcajadas estentóreas, gritos extemporáneos, estética hortera por demás, telas brillantes que al frotarse inundaban aquello de electricidad estática, paños floreados de cortina, tocados atómicos, moños imposibles, corbatas fugitivas, zapatos opresivos, atmósfera saturada de mil colonias y perfumes generosa e inútilmente escanciados sobre la humanidad de cada cual que, sin embargo, merced al bochorno y la falta de verdadera higiene, lograba sobreponerse con sus propios aromas corporales a sobaquillo acre y rancio. Allí los fumadores que habitualmente no fuman, las bebedoras que habitualmente no beben, los bromistas que de ordinario carecen del más mínimo sentido del humor, etc… Cualquiera puede hacerse una idea. Nos asignaron un lugar bajo un emparrado, sin delimitar, en pleno espacio por el que deambulaban los invitados en una especie de cóctel previo a la cena. A ras de suelo y esquivando al personal (que gritaba a voz en cuello y se abría paso hacia las bebidas como si en ello les fuera la vida, tropezando con nuestros bafles, enredándose con los cables) tocamos durante aproximadamente dos horas, tras lo cual, dimos por terminada la actuación (según Javi, eso era lo convenido con el mánager fantasma que nos había contratado por teléfono. Por otra parte ese era nuestro límite, nadie nos hubiera hecho tocar ni un minuto más, ni delante de la reina de Inglaterra). Podría haberse quedado ahí la cosa, pero no, con nosotros siempre había espacio para algo más: se nos acercó un tipo barrigón, entrado en años y alegre (uno de los faldones de su camisa ondeaba ya por fuera del pantalón), probablemente el padre de la novia, o del novio (que tanto da), el jefe del cotarro, y, visiblemente extrañado, nos conminó a que siguiéramos tocando durante la cena, hasta que acabara todo (es decir, hasta que al señor le saliera de la punta de los cojones, para entendernos), lo que escuchamos sin dejar de recoger. El tío (iba a decir un auténtico paleto, pero no, no se vaya a entender en sentido literal, pues la gente de pueblo, entre los que me encuentro, hacemos gala por lo general de un saber estar y una templanza por encima de la media), un auténtico patán, nos amenazó con no darnos “ni un duro”. Phil abría mucho los ojos, luego acabó por indignarse, nunca acostumbrada del todo a los exabruptos patrios a pesar de los años de experiencia ibérica. Expusimos al buen hombre, serenamente, lo pactado y llamó al mánager fantasma cagándose en algunas figuras sagradas e instituciones públicas (cosa que, la verdad, no venía al caso). Javi habló entonces con el mánager fantasma, que primero le rogó en aras de nuestra antigua amistad? (un tipo al que no habíamos visto nunca) le hiciéramos el favor de seguir tocando, y, ante la negativa, pasó a las amenazas ya conocidas de no pagar y, aún peor, de no conseguirnos más conciertos (borrarnos de la lista, dijo). Ahí todos empezamos a temblar de miedo, así que lo hablamos, nos pusimos de acuerdo sobre el conducto por donde podían meterse el dinero el uno y el otro, terminamos de recoger y nos marchamos. Juanjo incluso se despidió amablemente, como en él es costumbre pase lo que pase, sin rencores, “me cago en el día de hoy, no vais a cobrar ni un duro”, fueron las últimas palabras de nuestro ex mecenas. Andando el tiempo, no he podido por menos de preguntarme qué es lo que ciertas personas veían en nosotros para invocar amistad sin siquiera conocernos o esperar que tocáramos toda una noche por trescientos o cuatrocientos cochinos euros a repartir entre cinco. El cabreo nos duró lo justo hasta llegar a la calle y permitir a nuestras narices descansar de esa mezcla empalagosa de colonia a chorros y sudor rancio. Javi, en plan reflexivo, dijo “esto no lo cobramos, tíos”, y, agradeciéndole la conclusión, nos fuimos a tomar algo. Para celebrarlo.

 

martes, 3 de diciembre de 2013

7. BELISANA: ALGUNA CHAPUZA


Debido, en parte, a la flexibilidad que regía el discurrir de la banda y también, por qué no, al azaroso curso de los acontecimientos, nos encontramos, en más de una ocasión, a falta de algún instrumento o con algunos repetidos. El problema parecía mayor en el primer caso; durante algún tiempo se sucedían los violinistas, o, directamente, no había ninguno (lo cual, no siempre era malo, o no lo peor, pues, como es bien sabido, los violinistas tienen sus cosas), pero, con todo, los casos más lamentables sin lugar a dudas se produjeron con la falta de guitarrista (esto, afortunadamente, no ocurría con frecuencia). Recuerdo claramente una noche que, por indisposición de Mario, nos encontramos en esa situación, el concierto era en la Fontana, y Juanjo, conocida la falta, había realizado algunas gestiones para cubrirla. Una vez allí, nos comentó que no había por qué preocuparse pues, un amigo suyo, se prestaba a acompañarnos “sin ningún problema”. Visto así, y aunque el inmarcesible optimismo de Juanjo pudiera plantear alguna duda, aceptamos que la cosa podría funcionar, o lo que fuera. En fin, cuando ya comenzábamos a desesperar de que se presentara nadie, llegó el amigo, y era conocido, es decir, alguna vez habíamos coincidido, pues formaba parte del voluble séquito de Juanjo (variable por demás en número y calidad, según los tiempos). El muchacho vestía una gabardina negra hasta los pies, enormes gafas de piloto primera guerra mundial, a lo barón rojo, y lucía un par de pequeños cuernos de resina sabiamente pegados uno a cada lado de la frente. Hasta ahí, bien. Traía una guitarra negra española, inconectable, que rasgueaba, obviamente, sin púa, con un estilo más bien rociero. No conocía ni de lejos los temas que íbamos a tocar ni, por supuesto, los acordes que los acompañaban (y hubiera dado igual, pues con esa manera de tocar, como mucho hubiera podido acompañar alguna rumba). Así y todo subimos al escenario, con él, era desde luego un tipo simpático y nos reímos un rato pero, por momentos, aunque Juanjo elevaba la intensidad de la percusión, creo que llegué a sentir algo de vergüenza, especialmente cuando golpeaba la dichosa guitarra al estilo Peret. Las cuerdas, si llegaron a sonar, yo no las escuché. El encargado del local no apreció nada raro.

Otras veces era el clima el que se nos ponía en contra. Una tarde de otoño, viajábamos hacia un pueblecito de la sierra para una actuación al aire libre, al llegar a la pequeña plaza diluviaba. Aquello estaba desierto, pero, al bajar del coche, se nos acercó muy amablemente la concejala de cultura (organizadora del evento), recuerdo que no tenía dientes, la mujer (vamos a pensar que de forma transitoria). En fin, parecía que aquello tenía visos de suspensión, y así habría sucedido en cualquier otro caso, pero nadie quería dejarlo correr, así que se nos ofreció la posibilidad de tocar a cubierto, en un local amplio para la tercera edad. Como habían contratado focos y sonido para el exterior, no quisieron desaprovecharlo (con buen criterio), hicieron desmontar el instalache y trasladarlo todo al dichoso local. Los focos incluidos. Estaba claro que los focos no podían montarse sobre la torre con puente de acero del exterior (pues la altura del local no lo permitía), pero no se arredraron por tan poco, los montaron en el suelo detrás de nosotros, enfocando de abajo a arriba, lo que nos quemó el culo y la espalda durante dos horas. El equipo tenía una potencia inusitada para interior, así que sonamos con bastante cuerpo. Para alegrar la fiesta, durante el montaje, los técnicos se pelearon por un quítame allá esos cables, tratándose con palabras muy gruesas. Por lo demás fue un éxito sin precedentes. Los jubilatas, que estaban a punto de marcharse tras la partida vespertina cuando les invadimos el local, se quedaron a ver en qué terminaba aquello. Vaya si se quedaron.
ESCUCHA:THE MAID BEHAIND THE BAR
https://drive.google.com/file/d/0B5qdP7DBHOT0NUZsNmM3WlZlbHM/edit?usp=sharing

martes, 26 de noviembre de 2013

6. BELISANA: CUANDO MI MADRE COMPRA POLLO...


Dejando aparte los momentos que hemos compartido tocando (iba a decir subidos a un escenario, pero como otras tantas veces hemos tocado a ras de suelo, incluso por debajo del suelo, en el metro o en la p. calle, pues mejor no lo digo, por englobarlo todo, ya me entendéis. Ya dedicaré otro capítulo a los sitios más “inusuales” donde nos hemos visto en acción), quizá los mejores ratos, los que han dejado en mi cabeza una multitud de recuerdos imborrables, han sido los que dedicamos a conversar, en los intermedios, tras los ensayos o en las noches que estirábamos tras el concierto de marras. Aquella manera de matar el hambre en cualquier lugar cercano al local de turno (sólo Juanjo estaba libre de esa servidumbre, del hambre quiero decir, o, si lo tenía, en todo caso lo mataba de otras formas mucho más sanas que traía en la mochila: disoluciones macrobióticas, extraños batidos… No se decidía a masticar nada, y tampoco me extraña, pues recuerdo que una vez, comiendo una ensalada –esto lo presenció Javi- se incrustó un afilado trozo de plástico en lo más profundo del gañote y tuvieron que ir directamente a urgencias. Nos tuvo preocupados durante un tiempo. Lo que no admite ningún género de dudas es que su manera de alimentarse era decididamente superior a la nuestra, a juzgar por su físico espectacular), recuerdo con cariño los perritos de ese establecimiento en la acera de enfrente de la Elisa (seguramente el más acogedor), el museo del jamón al lado de la Fontana de oro (tantas veces visitado), aquel antrito de Sevilla frente al O’Neils, con los bancos alargados, o el Vips justo al lado del desaparecido Kitty O’ sheas (si es que se llamaba así), en Cibeles.

Por lo general, nuestras conversaciones transitaban por los vericuetos de los azares diarios de cada cual, y muy comúnmente, terminaban centrándose en los altibajos de nuestros trastornos sentimentales (en algunos casos, auténticas montañas rusas). El modus operandi era similar al que algunos pueblos de la antigüedad practicaban con sus enfermos, es decir, los exponían en las encrucijadas de los caminos en la esperanza de que algún viajero, conocedor por casualidad o por experiencia de un mal similar, pudiera proporcionarles un remedio. Así, cada uno de nosotros ponía, en su caso, encima de la mesa, su perentorio embrollo emocional, y los demás, desgranando experiencias pasadas o presentes, vividas o escuchadas, intentaban arrojar un poco de luz sobre el asunto. Ni que decir tiene que, al hilo de las pintas, condicionados por nuestra propia naturaleza poco proclive al drama y alumbrados por las estrambóticas experiencias que acababan saliendo a la luz, el tema abandonaba de inmediato la seriedad que hubiera podido pretender (si es que lo pretendió) y se entraba en una escalada de incongruencias, esperpentos y, finalmente, auténticas barbaridades.

Fue en una de estas escaladas cuando surgió el título de un tema inmortal. Estábamos en la terraza de The Irish Rover, establecimiento cercano a la Castellana del que nos llamaban de vez en cuando y al que nos encantaba ir. Acabábamos de tocar, aún en esa euforia que tarda en abandonarte tras el concierto, y hacía ya muy buen tiempo, debía ser principios de verano, quizá Junio, tenían abierta la terraza, bastante amplia, a la altura de un segundo o tercer piso y allí ocupamos una mesa, escapando por fin del bullicio propio del local y disfrutando el aire libre del anochecer tibio. Apenas llegaba ruido de la calle, del tráfico, y una atmósfera mágica, a la temperatura ideal, turbia de contaminación y optimista en los comienzos del buen tiempo, nos acompañaba lo mejor que podía en nuestro pertinaz e injustificado estupendo estado de ánimo. Aún no sé muy bien cómo terminamos hablando sobre las diversas prácticas sexuales en solitario (probablemente tras la exposición de algún par de fracasos afectivos, o tres). El caso es que, ya en la plena relajación, con el trabajo terminado, sin ninguna prisa, saboreando en grandes cuencos la cerveza del local, plenos de imaginación, la cosa se nos fue de las manos. Javi se mostraba especialmente inspirado en semejantes momentos y, tras dos o tres intervenciones poco afortunadas, sentenció: “pues… cuando mi madre compra pollo…”, y no pudo terminar, merced a la compasiva intervención de Mario, “nadie quiere oír eso, tío” . Algún tiempo después decidimos por unanimidad utilizar como título de la nueva composición de Mario la fabulosa frase de Javi (aunque nadie osó jamás, en ningún concierto, explicar el sentido del título).

Alguno de los miembros, solía, no sabemos de qué manera, introducirse en reuniones de lo más “cosmopolitas” (por decirlo de alguna manera) y esto avivaba también nuestras charlas. Recuerdo que nos relató haber formado parte de un auténtico aquelarre en la cima de no sé qué monte próximo al extrarradio madrileño (al que había accedido informado por unas octavillas verdes que nos mostró, pero no pudo concretar dónde se hizo con ellas). En otra ocasión acudió al reclamo de una asociación nudista y se pasó varias horas en pelotas, sentado en una habitación junto a sus compañeros-as de enseñanza (colocados todos bien juntitos en un banco corrido alrededor de la habitación), tras lo cual, no pasó absolutamente nada. Cuando le preguntamos dónde había tenido lugar el despropósito, nos contestó (y esto parece un chiste) “en metro empalme”. Lo dijo en serio. Y era cierto, también tenía la octavilla.
ESCUCHA THE KID OF THE MOUNTAIN
https://drive.google.com/file/d/0B5qdP7DBHOT0cXN0UVk0enJORjA/edit?usp=sharing


miércoles, 20 de noviembre de 2013

5. BELISANA: CONTACTOS


Por alguna extraña razón, y aunque fuimos dejando varios teléfonos en unos sitios y otros, todos los bolos nos llegaban por medio de Javi, contactaban con él de los lugares más diversos, garitos de aquí y de allá, centros culturales, fiestas privadas, bodas (sí, también bodas), fiestas rurales… Fueran los que fueran quienes demandaran nuestros servicios, incluso nuestros pretendidos “managers” fantasmas (a los que nunca vimos en persona), lo hacían, inexcusablemente, por el teléfono de Javi, convirtiéndose así en una especie de Medium que nos ponía en contacto con los espíritus de la variopinta clientela. Él, Javi, luego nos informaba en el ensayo, a su manera, sobre la naturaleza del próximo evento; generalmente soltaba datos dispersos, con cuentagotas, durante varios días y, lo mejor: nadie parecía muy interesado en los detalles. Así las cosas, merced a la buena fe de Javi, a su modestia, a su inmarcesible confianza en las fuerzas cósmicas y a alguna pequeña dosis de despiste general, sufrimos algunos contratiempos que, para cualquier otro grupo de humanos, hubieran supuesto una buena dosis de estrés:

Recuerdo que, en una ocasión, desde Octubre venía el bueno de Javi avisando, difusamente, sobre un concierto que había contratado en un local de Ávila para mediados de Noviembre. La cosa quedó así “en Ávila, en noviembre”, hasta que la semana anterior se concretó el día (el día 15) y la hora (debíamos estar hacia las ocho de la tarde). Bien, la tarde en cuestión quedamos para embarcar hacia las seis en Francisco Silvela y, la verdad, sin grandes contratiempos, conseguimos meter todo en el coche y a nosotros mismos hacia las seis y veinte (un éxito sin precedentes). Todo iba mejor que bien, reinaba el buen rollo habitual, bromitas por aquí, comentarios jocosos por allá, chascarrillos interestelares de Juanjo, apostillas de Mario, Tancredo pasando de todo con la cabeza hacia atrás ya medio dormido y el primer sonido inaugural del vapor liberado en la lata de cerveza de Javi… Tomé por la autopista para llegar cuanto antes mientras la juerga iba subiendo peldaños amenizada por el periódico sonido de apertura de latas y las intempestivas ráfagas de viento que anunciaban la desaparición por la ventanilla de la anterior (muy mal, logramos cortarlo a tiempo con dificultades). Así las cosas íbamos llegando al peaje de Villacastín, ya cerca de Ávila, cuando, entre risas, creí entender a Javi, “el caso es que no es en el mismo Ávila”, “¿cómo?”, se lo hice repetir, “que es en un pueblo, no estará lejos”. La Adrada, era el pueblo, y no, no quedaba precisamente cerca de Ávila, de hecho no había que ir por aquella carretera ni mucho menos. Confieso que me puse nervioso, aún estaba poco baqueteado en Belisana y no terminaba de entender el cachondeo padre que se montó cuando desvelé que no íbamos ni medio bien. En fin, decidimos seguir adelante, atravesar la provincia por la peor parte, no quedaba otra, ya no íbamos a llegar a la hora. Al pasar por Ávila Juanjo sugirió hacer una paradita para tomar algo, pensé que iba de coña, pero al resto no le pareció del todo mal. Comenzó a nevar, no tomé en cuenta lo de la parada en absoluto y mejor así, cruzamos la paramera tras una máquina quitanieve sin que decayera el ánimo un momento, a mí también me daba ya igual. Arribamos al local a las 11h 15m de la noche. El concierto estuvo bien, nos hicimos con los que quedaban por allí, comimos unos bocatas y nos bebimos unas pintas. A la vuelta, hacia las tres de la madrugada, nos paró la guardia civil en un pueblecito justo al lado. Me hicieron soplar y lo vi perdido, la verdad, pero, milagrosamente, el buen hombre nos mandó seguir cuando me disponía a suplicar. Javi siempre sostuvo que me habían perdonado, que él había llegado a ver alguna luz roja en el aparato, o por lo menos naranja, pero a esas alturas era fácil ver luces de colores en cualquier parte.

Otra más, de muestra, y sé que esto muchos no lo van a creer, pero me da igual. Esta vez debíamos tocar en Alcorcón, en una taberna irlandesa, sólo recuerdo que era sábado y que ya estábamos todos metidos en el Demio con el equipo y los instrumentos para salir ¿hacia dónde? Javi no recordaba el nombre del local, tampoco la dirección y no tenía el teléfono del encargado. Bloqueo total, risas; sí recordaba que la dichosa taberna se encontraba en un centro comercial, “no debe de haber tantos en Alcorcón”. Había siete, cachondeo general sin salir del coche. En fin, no nos decidíamos a arrancar cuando sonó el teléfono de Juanjo, que de repente pidió silencio, era su prima, estaba por casualidad tomando algo en una taberna irlandesa de Alcorcón y nos había visto anunciados allí para aquella misma noche… Así pudimos llegar.
THE CHICAGO JIG
 

lunes, 18 de noviembre de 2013

4. BELISANA: PRIMEROS CONCIERTOS


Así las cosas, sucedió (aunque yo en realidad no creí que fuera a darse la circunstancia) el primer concierto (para mí), y siento no recordar ahora el nombre del establecimiento, porque no volvimos nunca más a tocar allí. Era un sitio pequeño, estrecho, al estilo de la taberna irlandesa como todos, enclavado, de eso sí me acuerdo, muy cerca del Corte Inglés de Princesa. Al fondo había un escenario estrecho por demás (y eso que en ese tipo de locales todos los escenarios lo son). Allí andábamos apiñados todos como piojos en costura, intentando esquivar los pies y arrimarnos al micrófono. Yo sólo toqué un par de piezas, no había tenido tiempo de aprender mucho más a la velocidad que requería el sonido Belisana y Juanjo me anunció como una colaboración estelar (por excelencia, así es Juanjo). Había unas quince personas escuchando, la mitad amigos y acompañantes, pero yo estaba seguramente tan nervioso como si me hubiera estrenado en el Carnegie hall. Tancredo me lo notó en seguida, como perro viejo, y me preguntó después por las sensaciones, cuando los dos escuchábamos sentados al resto del grupo. Cuando salí, aún no era de noche (fue de las pocas veces que nos contrataron por la tarde), llevaba encima una increíble sensación de euforia infantil que me costaba trabajo reconocer. Perdí aquella tarde quince o veinte años.

            Pero el verdadero estreno vendría poco después, en la fontana de oro, el local más estrafalario e inclasificable que pudiera jamás haber imaginado. Durante los ensayos inmediatamente anteriores, ya a sabiendas de que tocaríamos allí (por entonces  Belisana era una banda asidua del tremendo garito) tuve ocasión de escuchar historias para no dormir y pronósticos sobre el particular, “ya verás, ese sí es un sitio grande y lleno de gente, con un escenario alto”; y yo imaginaba una especie de nave industrial atestada de gente reclamando nuestra presencia y, en el medio, una torre cuadrangular enhiesta a considerable altura sobre el océano humano, distinguida por focos cegadores. Parece que el local, situado en una calleja perpendicular a la Carrera de San Jerónimo, ya muy cerca de Sol, tiene su antigüedad; muy citado según allí mismo se indica por Galdós. Yo luego lo he encontrado en la obra de Baroja y Blasco Ibáñez como auténtico refugio de liberales exaltados y revolucionarios. Cubil en el que se urdieron mil algaradas y levantamientos desde el XIX. No me extraña, allí puede cocerse cualquier cosa, pero cuando lo conocí en compañía de mis nuevos correligionarios no me pareció tan grande, ni aún la mitad (que diría Cervantes), pero sí raro; no era exactamente una taberna irlandesa, aunque no faltaban aditamentos de los que normalmente se encuentran en esos antritos (estanterías con trastos viejos, desorden, botellas, letreros en gaélico, figuras alusivas a la mitología céltica, polvo, mierda del año que la pidas, oscuridad, olores etílicos, pintas, falta de oxígeno, humo, ruido y todo lo demás). Abundaban también, sin embargo, otros elementos difícilmente clasificables, desde el busto con bigote del citado Galdós a la bandera republicana. Y con todo, lo más sorprendente de la fontana era el personal, empezando por el encargado, Pedro (Peter, para Javi), hombre de una seriedad británica que profesaba no sé qué debilidad por la banda, con el que sólo trataba Javi y no sé si esporádicamente Juanjo; siguiendo por el DJ (con el que formaba un auténtico tándem), un tipo ya entrado en años con tupé moreno a lo rockabilly, y seca mala leche al que no hacía ninguna gracia que lo apeáremos de sus labores durante el concierto (pinchaba en la tarima donde tocábamos) y así nos lo manifestaba con malos gestos, amenazadoras advertencias para que no nos acercáramos a su material, urgiéndonos a que termináramos la prueba de sonido o directamente obstaculizando la misma con diversos subterfugios, o, lo peor, soltando un humo pestilente con penetrante olor a vainilla durante el concierto (es de reseñar la sensación de asfixia que se apoderaba de los que manejábamos instrumentos de viento). Bendito aparato el del humo. En fin, todo se lo perdonábamos a Bono (así lo llamaban por pinchar, repetidamente, buena parte del repertorio de U2, y por las gafas de sol) porque generalmente andábamos de muy buen humor, no siempre etílico, y porque, en ocasiones, Dios sabe con qué objeto, nos dispensaba afectuosos saludos y alguna palabra amable (o, al menos, eso queríamos interpretar, porque el ruido no te dejaba allí entender nada con claridad).

            El público que allí se reunía no era menos inclasificable. Multirracial, de todas las clases más alejadas de la normalidad y bullicioso a medida que pasaban las horas, nos deparó algunos de los espectáculos más memorables de nuestra carrera, pero eso creo que lo contaré más adelante. La barra libre con que nos obsequiaban al principio duró poco, merced a la rentabilidad que algunos miembros del grupo obtenían de semejante privilegio. Luego nos racionaron las pintas mediante unas tarjetas plastificadas que nos repartíamos como buenos hermanos (unas tres) y que llegaron a ser objetos muy buscados según avanzaba la noche. Porque aquello cerraba a las tantas por encima de no sé qué normativa que se rumoreaba que había pero no sé si era así en verdad.
 
 
 

sábado, 16 de noviembre de 2013

3. BELISANA: PRIMEROS ENSAYOS


De nuevo en la Elisa (allí ensayamos durante mucho tiempo) embargado esta vez por una alucinante curiosidad, bajé, inseguro el paso como yo mismo, aquellos peldaños hacia el sótano dignos de la entrada al Hades, el reino de los muertos. Aquí el particular olor del establecimiento se volvía denso por centímetros, aderezado por un punto penetrante de humedad desabrigada hasta los huesos. El piso de abajo de la Elisa es un mundo aparte, otra dimensión; la que Einstein jamás pudo imaginar. Allí el tiempo navega a su aire y llegan muy escasos los ruidos de arriba como las voces que uno percibe desde la cama presa de una enfermedad febril. Un frío acogedor refrigera la atmósfera respirable por necesidad, por azar o por milagro. El moho multicolor, pero ordenado, recubre con su disciplina ortogonal las paredes haciendo pensar a todos que están forradas de tela escocesa. Pero la sensación, desde la primera vez, es de refugio, como acogerse a sagrado porque, cuando uno desciende hasta allí, tiene la sensación inmediata del ser perseguido, del delincuente acosado, del pecador irredento y, al llegar, te abandona de repente la sensación de urgencia, de peligro, que quizá nunca tuviste. Por unas horas esperan fuera los pecados que nunca cometiste, o quizá sí.

            En esa cueva sin ventilación, por supuesto sin ventanas, pero recorrida por misteriosas corrientes de aire, encontré al llegar, por primera y única vez, a todos los miembros de la Belisana de entonces reunidos (lo que me reportó una falsa sensación de puntualidad colectiva que, por otra parte, no tardaría en desaparecer). Javi con las rodillas muy juntas, sentado en el banco (debajo de la mesa abierta una lata de cerveza de procedencia oriental. Consumir en la barra de esos establecimientos no resulta barato), contra la pared. Juanjo trasteando con el bhodram, la funda, los palillos… Un guitarrista pequeño y algo bizco, muy entendido, que desaparecería rápidamente y dos violinistas: el pájaro fabulador de la primera noche, que también nos abandonaría pronto, y un tipo muy moreno, alto, seco de carnes, camiseta negra de tirantes, labios gruesos y cara que me pareció entonces de pocos amigos. Este era Tancredo, desde luego un individuo peculiar, de él se podría escribir un libro, o a lo mejor dos. Creo que también para Tancredo era la primera vez, o como mucho la segunda (en Belisana, quiero decir, pues él había ya tocado por todo el orbe cristiano. Y el musulmán), porque, como yo, buscaba en las partituras y hacía preguntas prácticas por demás, como todo en él, tratando más o menos inútilmente de hacerse una idea siquiera aproximada del orden y la estructura de las piezas. Recuerdo que ante el desconcierto inicial y el desorden que inocentemente yo atribuí a las especiales circunstancias (nuevos miembros despistados), se impuso, también de forma excepcional, el singular sentido común de Juanjo, su cordialidad a prueba de bomba, logrando encontrar un par de piezas que conocíamos todos o casi, y así conseguimos más o menos tocar algo. Descubrí en seguida en Javi un ser afable, un hombre bueno (no hay tantos).

            Flotaba para mí, en estos primeros ensayos la sombra del primer concierto, yo nunca había tocado en ningún local y atribuía al acontecimiento fantásticas dosis de responsabilidad y alguna de miedo. Más cuando las referencias que se hacían, fundamentalmente por parte del violinista fabulador, sobre este tipo de actuaciones, iban aderezadas con experiencias rocambolescas y ataques de nervios bajo los focos. Subrayadas por si fuera poco con exclamaciones plenas de testosterona indicando, por ejemplo, desde cuándo sus huevos se veían recubiertos por la consabida capa de vello púbico (cosa, creo, por lo demás, que no interesaba a nadie). Pero así era este sujeto, el violinista fugaz, presa por lo visto de frecuentes ataques de pánico escénico que conjuraba a voces con imprecaciones mayormente soeces. Tancredo mientras tanto permanecía impertérrito, no parecía poder alterarse por tan poca cosa. Al segundo ensayo vino un joven también sereno, con una seriedad mística (pensé entonces), como repleto de vida interior. Mario.  En seguida me pareció un guitarrista apreciable; él ya había tenido la oportunidad de colaborar con Belisana y mantenía en apariencia los nervios templados. Recuerdo estas primeras reuniones entre una nebulosa de gente que iba y venía, creo que le pregunté a Juanjo cómo se articulaba el grupo, por decirlo de alguna manera, y él me explicó sencillamente que se avisaba cuando había concierto a la vista y que, sin compromiso, nos apuntáramos aquellos a los que nos viniera bien. La fórmula me pareció peculiar y, de hecho, en los primeros bolos a los que asistí, coincidieron los dos violinistas y variaron los guitarristas.

            A los ensayos en la Elisa venían a veces acompañantes, cuando no se sumaba el crítico para sentar jurisprudencia, pero el acompañante total, íntimo amigo de Javi, querido por todos, fan superlativo de Belisana y parte creo de su propia esencia, era David. David, con sus atuendos elegantemente oscuros, abultados los bolsillos de su americana por los libros que escondía allí dentro, con su pinta de poeta deciminónico, tertuliano de café modernista. Nunca olvidaré su voz, en mitad de la noche, recitando en Francés las flores del mal en aquella terraza de Francisco Silvela. David, con su calma seráfica y sus frases mefistofélicas, poeta de las humanas tinieblas y contumaz conversador. Su silueta silenciosa se colaba escaleras abajo o aparecía de pronto en los aledaños del concierto para regalarnos después su compañía.
 
THE BALLIDESMOND POLKA
 
 

jueves, 14 de noviembre de 2013

2. BELISANA: EL EMBRUJO DE LA MÚSICA CELTA


Y es que debió de ser en primavera. Recién estrenada creo yo. Y no, no es que yo sienta una debilidad especial por la estación ni que haya pasado mis recuerdos por el tamiz romántico. Ni siquiera andaba buscando por entonces nada parecido. Buscaba una pletina de segunda mano a buen precio para María y, sea por esta puñetera manía que tengo de leerlo todo o por amortizar la publicación o, en fin, por puro aburrimiento, me encontré con el dichoso anuncio que requería “músicos para grupo de música celta”. Había una introducción ciertamente barroca de la que no me acuerdo, sí recuerdo en cambio que la palabra “celta” caía en la línea siguiente y que de primeras leí “músicos para grupo de música”. Me pareció bastante lógico, la verdad, luego lo de celta me atrajo definitivamente, siempre me ha gustado. ¿Por qué no?        -pensé- yo andaba sin saber qué hacer con la flauta travesera, así que llamé. Al otro lado la voz era efusiva, de un optimismo feroz, me hablaba de la “Elisa” y yo rebuscaba sin éxito en mi cabeza algún indicio familiar relacionado con el término; “Taberna Elisa” me repetía con santa paciencia sin cejar en la efusividad, y en mi ignorancia todo me sonaba a broma. “Calle Santa María, paralela a Huertas”, vi la luz por fin. Allí tenían un concierto la noche de la cita, y hasta allí me acerqué con María, que para eso había sido la culpable del lío. No sé si están familiarizados con el sitio, pero imagínense que no, como era mi caso; lo primero que te asalta es el olor, es un olor característico que comparten con ligeras variantes otro racimo de establecimientos del mismo jaez, un olor que exhalan las paredes impregnadas de humedad, humo y vapores etílicos, los enseres y las telas, los cacharros pringosos de polvo milenario en las estanterías, el papel macilento de los carteles también empapados en lo mismo, en la  atmósfera cargada inventilable de mil efluvios donde el oxígeno resulta un fugitivo. No descarto que la música tenga también su parte en el aroma y que las notas que nunca se dieron donde debían aparezcan un día rascando la roña de la barra o las estanterías, habrá en todo caso, por la pinta, pocas redondas y blancas, serán, pienso, más bien de negras en adelante y, si son de las que se escapan, habrá seguro muchos tresillos. Algunos nuestros.
                Allí estaban, apiñados en el minúsculo escenario, haciendo un conato de prueba de sonido. De pie, muy pegado al micro, Javi, impertérrito con su escasa media melena entrecana y su bigote mexicano, soltaba rápidas ráfagas de whistle con el único y casi imperceptible movimiento de los dedos (los pies muy juntos y las lentes oblongas de sus gafas mirando al infinito); mientras, sentado, el violinista de turno, con un gorro de lana a modo de casquete polar, hurgaba en la funda de su instrumento y juraba frases inconexas con respecto al sonido (era éste un tal Xabi, al que conocí poco. Parecía un fabulador impenitente, como lo son gran parte de los músicos ambulantes y, en particular, los violinistas, capaces de pergeñar historias rocambolescas o fabulosas de conciertos exóticos en parajes lejanos sobre las que es difícil dejar de dudar) y Juanjo, agachado, movía compulsivamente los ingobernables botones de la pequeña y maltratada mesa más etapa de sonido (todo en uno) adquirida de tercera o cuarta mano. Extraño, todo muy extraño para mí, el sitio y lo demás, me asalta la sensación como si fuera ahora mismo, una borrachera gratuita merced al esfuerzo de intentar reconocer el cúmulo de sensaciones irreconocibles, como intentar inútilmente enfocar un texto en letra demasiado pequeña y descifrarlo hasta que te das cuenta de que está en arameo.
Tomamos algo, una pinta y, en la barra, me abordó por primera vez un individuo al parecer entendido en la materia al que también por primera vez (y última) escuché con atención, “¿vienes de la clásica? Esto no tiene nada que ver, hay que saber hacer los trinos, los adornos…”. En fin no creo que muchos grupos hayan tenido el privilegio de contar con un crítico particular, en exclusiva. Aunque yo no lo percibí en aquel momento, este era el caso, sus frases lapidarias nos han perseguido en conciertos y ensayos aromatizadas por los efluvios de la cerveza negra, densas y gangosas como la propia espuma de una guiness.
                Salimos de allí al fresco de la noche primaveral que en vano intentaba aclarar el mareo que, en un momento, se había instalado en mi cabeza fruto de la extrañeza y el vértigo ante la posibilidad de emprender un camino para mí totalmente nuevo. Como una prótesis que me hubieran implantado entre brazo y costado, asomaba insensible el librillo de partituras cuya portada rezaba “Belisana,..  El embrujo de la música celta” y que contenía, más tarde lo comprobé, el catecismo de los conciertos, la base casi intocable de los superéxitos de Belisana sabiamente repartidos en dos partes (como un partido de fútbol). Allí los auténticos temazos de inmarcesible memoria: Chicago, Maid behaind the bar, Morrison, Julia, Ballydesmond, The kid of the mountain, Mi do la… Dormí mal  aquella noche. Por la excitación o algo así, no me malinterpretéis, intentaba imaginarme cómo sería el ensayo para el que habíamos quedado pocos días después. 
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