No puedo dejar de dedicar un apartado
especial a nuestras noches en La Fontana de oro (y será poco, muy poco, para
resumirlo) aunque ya he salpicado de referencias al dichoso local varios de los
capítulos anteriores (y esto me ahorra abundar en su descripción), incluso
dibujado alguno de los conciertos que perpetramos allí. Pero hay algo aún
dentro de mi cabeza (seguro que a todos nos pasa lo mismo), un poso de
recuerdos como el que deja un sueño durante una época repetido, con sus
oníricas variaciones, uno de estos sueños que rayan lo patológico, que te
asalta en sucesivas noches, a ratos febril, atribulado y al mismo tiempo
placentero, como el efecto conjunto de la adrenalina y la dopamina. Un sueño
delirante, de los que te hacen gritar o reír a carcajadas en mitad de la noche
y que, merced a la misericordia del tiempo, recuerdo ahora con cariño. La cosa
comenzaba con el transporte del equipo hasta la propia puerta del sitio, y esto,
claro está, no era tarea fácil, cualquiera que conozca la zona puede hacerse
una idea, me refiero a esa maraña intransitable de calles en las inmediaciones
de Sol que, para más INRI, se veían atestadas de gente el sábado en la
tarde-noche. Recuerdo a Juanjo parando el tráfico rodado y peatonal a la
entrada de la calle Victoria para poder descargar los trastos a la carrera y
salir pitando para aparcar. Aún no me explico dónde conseguíamos aparcar (no lo
recuerdo) pero el caso es que así era.
Dentro venían los saludos, alguna broma, el
olor Fontana: polvo, sudor y birra, y una fría brisa de local aún deshabitado
(si no había futbol en la pantalla grande). Parte, seguramente, de la sensación
preñada de irrealidad que nos invadía al entrar pudiera proceder de la
inhabilitación parcial a la que se veían expuestos nuestros sentidos, mermada
nuestra vista por la sempiterna penumbra, nuestros oídos por el volumen de la
música de ambiente y nuestro olfato invadido por el consabido cóctel de
partículas volátiles procedentes de todos los humores evaporados allí dentro
por los siglos de los siglos (no olvidemos que el local ya existía en el s.
XIX). El resto de los sentidos podían también sufrir su intoxicación en el
curso de la noche. Ah, y estaba también ese extraño sentimiento de indecisión,
de no saber qué hacer ni a quién dirigirse a pesar de haber repetido la misma
operación docenas de veces. La prueba de sonido siempre trabajosa con la muda
oposición de Bono (el afamado DJ) y sus remilgos de solterón británico, o con
la sonora barrera del partido de marras a toda máquina en la superpantalla.
Algo probábamos, a salto de mata. Siempre como fugitivos en aquel espacio que
se nos antojaba prestado de mala gana, y como apátridas terminábamos en el piso
de abajo, siniestro sótano deshabitado, intentando, de nuevo, la tarea más
inútil de todas las que en su momento pudo abordar Belisana: la confección de
la lista de temas para el concierto. Todo esto si no había que instruir a algún
violinista nuevo o cualquier otro miembro improvisado por las circunstancias.
Esas maniobras, sin excepción, tenían lugar en la parte de abajo. En el Averno.
Que no era ni mucho menos tan acogedor como la parte inferior de la Elisa, donde
nos encontrábamos como en casa, donde Juanjo, incluso, tenía acceso a la bodega
adjunta y allí además guardaba algunos útiles y pantalones, para cambiarse (si se daba el caso).
Tras esa primera toma de contacto y, a la
espera del comienzo del concierto, solíamos salir un rato a aplacar el hambre.
En la calle, especialmente durante el invierno, el aire frío nos desperezaba de
repente para recordarnos que seguíamos en el mundo. No íbamos lejos, sólo unos
pasos más allá, al museo del jamón, que ocupaba la esquina de entrada a la
calle. Un bocata, un poco de charla y de
vuelta. Un rato agradable y relajado.
Aquello se iba llenando de gente mayormente
bullanguera, abríamos con Chicago o algo así y la presentación de Juanjo (por
excelencia), bien apretaditos tras la verja del escenario y Mario en las escaleras
de acceso. Tocar con Belisana es como, para un ciclista, viajar en medio del
pelotón, sin esfuerzo aparente, en volandas, te trasladas a gran velocidad y,
de la misma forma, tampoco decides el rumbo ni el lugar de llegada, sólo
escuchas espaciadamente algunos gritos salvajes y luego un par de golpes de
parche, o tres, más fuertes de la cuenta y ya; a otro tema. Al descanso, por lo
general, no cabía allí un alfiler de punta, irrumpía U2 de la mano de Bono y,
algo mareados, avanzábamos trabajosamente hacia la barra para quemar las
primeras tarjetas (y a veces las últimas) que nos conferían el derecho
inalienable a la consumición gratuita. Era euforia sí, lo que se palpaba en
aquellos descansos, y algo de relajación de los miembros mientras nos fumábamos
un cigarrito con la pinta (aún se podía fumar en locales públicos de ocio!),
siempre entre risas, quizá comentando una mala entrada o salida de tema
(terminar resultaba a veces problemático) o, sencillamente, conversando con los
acompañantes de turno, o con David… En ocasiones se nos iba el santo al cielo y
tardábamos en comenzar la segunda parte del concierto (al principio de los
tiempos, esperando a Tancredo, que, durante el intermedio, se hacía un bolo de
veinte minutos en solitario en otro local cercano, “el Torero”, con su violín
eléctrico. Qué cosas) .
A veces, allí abajo, la gente se volvía loca,
y bailaban por encima de las mesas, y gritaban (no todo era por la música), se
palpaba el ambiente, entonces Bono se animaba y soltaba un chorro de humo que
nos sepultaba momentáneamente en una nube olor vainilla que nos cortaba la
respiración… Mario interrumpía con unos acordes rítmicos, Juanjo respondía con
santa furia en la darbouka, todos acabábamos dando golpes a cualquier cosa y la
gente bramaba con el experimento… Así las cosas, Javi se animaba a cantar en su
particular gaélico, todos cantábamos, y eso. Cuando queríamos darnos cuenta
estábamos con el bis de Chicago (para terminar como habíamos empezado) y listo.
Y justo ahí algunas noches comenzaba el
espectáculo. Me refiero, por ejemplo, a los famosos concursos aquellos en que
algunos/as inconscientes se jugaban la vida por un paraguas o por una camiseta.
Vamos a ponernos en situación: tres damiselas ya algo privadas de conocimiento,
aceptan el reto de competir por ver cuál de ellas es capaz de terminar antes
con un espumoso litro de cerveza (con pajita). Dos de las concursantes son
familia, madre e hija, alemanas (por más señas), la tercera en discordia
resultó provenir del extrarradio madrileño. Las tres suben inseguras los
escalones del escenario (lo que hace pensar que no es la primera cerveza que se
van a tomar). Comienzan sorbiendo con ímpetu, pero la madre exhibe sus galones
y, a trancas y barrancas, con varias interrupciones, logra terminar el litro en
primera posición (ya se ha ganado el paraguas o la camiseta). La hija, en un
último y titánico esfuerzo, logra salvar su amor propio y también termina; la
representante nacional abandona con la cara tirando a verde. Se procede a la
entrega de premios: La matrona alemana, en pie, sujeta a la verja del escenario,
está blanca como el mármol, se tambalea ostensiblemente y, antes de recibir el
famoso paraguas, vacía todo lo que lleva en el aparato digestivo sobre la
multitud de curiosos que se agolpa bajo el escenario. La multitud ruge. La hija
no soporta la impresión y, presa de un ligero temblor, vacía a su vez su tubo
gástrico entre la espalda materna y los pies del presentador. La tercera en
discordia, que aún no ha logrado levantarse, cae de la silla. El personal
aplaude a rabiar ahogando los juramentos del jovial presentador del evento. Y
eso que sólo pensábamos relajarnos un rato sentaditos en un lateral saboreando
la penúltima pinta.