Debo
confesar que, aún de vez en cuando, mis sueños se ven perturbados por el fofo
galopar de un voluminoso animal que, bamboleando sus enormes tetas al compás de
la carrera, acaricia el césped con sus pezones a pares. Veo acercarse,
amenazadora, a la tremenda cerda tailandesa devorando la extensa pradera con
sus zancadas hacia nosotros sin que podamos dejar de tocar… Hay imágenes tan
reales que parecen sueños. Aquella tarde fuimos a parar a una fiesta privada en
un lugar idílico ¿cómo? Sería inútil investigarlo. Por alguna razón, las dueñas
de aquel enorme chalet blanco, con su columnata estilo sureño o colonial y su
amplia pradera de césped impoluto concluida en una oblonga piscina de fantasía,
habían contactado con nosotros para que amenizáramos la fiesta de aniversario,
cumpleaños o lo que fuera que hubieran decidido celebrar (que Javi, siempre
discreto, nunca osaba interrogar sobre la razón por la que se requerían
nuestros servicios. Eso nunca interesa a
los profesionales de verdad). Tardamos en encontrar el sitio, algo apartado
entre dos poblaciones del noroeste madrileño, pero, como casi siempre, dimos
con él, merced a ese sexto sentido que nos adornaba en las situaciones
difíciles y a la protección de algún dios menor que nunca se dio a conocer. Nos
recibieron con alegría y amabilidad; esto, junto a la extrema limpieza del
lugar y a los elegantes atuendos de las gentes que por allí transitaban,
confieso que nos descolocó al principio, nos volvió algo tímidos, recuerdo que
hablábamos en susurros, como con miedo a delatarnos, a que descubrieran que no
éramos el grupo que en realidad querían contratar. Quizá con miedo a despertar
de repente en mitad de la Fontana o de aquel otro tugurio (cuyo nombre
afortunadamente no recuerdo) en el que, después de probar sonido, se nos
ocurrió salir a tomar el aire y, acabado el receso, los porteros no nos dejaban
volver a entrar.
Habían
montado un cóctel en toda regla, con sus rotundos conos de langostinos pelados en
perfecto orden sobre bandeja de plata, sus camareros engominados impecables en
sus ceñidas chaquetillas de un blanco nuclear, menudeando entre los invitados
con surtidos de canapés o ilustres bebidas, su improvisada barra bien
abastecida de licores de toda índole… Nos adjudicaron un lugar discreto y
cómodo, en una especie de porche situado en un lateral, con sitio de sobra y,
durante unos minutos, nos dedicamos a observar sin decir palabra, creo que se
nos llegó a olvidar que habíamos ido allí a tocar. Juanjo, menos proclive a
dejarse impresionar por nada, sacó un bolígrafo de la funda aquella redonda (la
del bodhran) que venía a ser como el bolsillo de doraimon y pretendió, como de
costumbre, hacer la lista de los temas, el orden en que íbamos a tocar (inútil,
por lo demás, pues la mayor parte de las veces no se terminaba de escribir y,
en todo caso, cuando empezábamos a tocar, ya nadie la encontraba o,
directamente, no se respetaba nada de lo escrito allí, decidíamos sobre la
marcha), “¡venga tíos! ¿qué hacemos primero?”, creo que no lo dijimos, pero el
resto probablemente pensamos “lo primero, sin duda, los langostinos”.
Llevábamos
un par de piezas o tres cuando pudimos observar que una bestia oscura de pelaje
ralo y grandes tetas colgantes se acercaba a la carrera desde la piscina hacia
los invitados, llevaba una ancha cinta rosa alrededor del cuello que se cerraba
en un gran lazo bajo la papada. Era la cerda. La mascota de la familia. Tocamos
lo que nos pareció y luego nos invitaron a incorporarnos al tema de los
langostinos y demás (que por cierto había sufrido muy poca merma, comían como
pajaritos), hicimos lo que pudimos para no ofender a los anfitriones,
ponderamos la comida, felicitamos al cocinero, no rechazamos la bebida, nos
fuimos acercando a la barra y aceptamos de buen grado todo tipo de conversación
con aquellas buenas gentes cuando se dio la oportunidad. Fue una velada redonda.
Como
contrapunto puedo hablar ahora de las bodas. Nunca fueron santo de nuestra
devoción, pero en aquella época no le hacíamos ascos a nada, y siempre estaba
el placer de tocar, aunque en según qué situaciones nos llegaron a amargar
incluso eso. Una de éstas fue en verano. El mes de Julio para ser exactos. Del
lugar no voy a hablar, no merece la pena. Llegamos allí antes de las ocho de la
tarde, contentos como siempre, yo sólo sabía que se trataba de una actuación
privada y, hasta un día antes, ni siquiera eso, de hecho estuve a punto de
invitar a unos amigos para que vinieran a vernos… El ambiente de bodorrio nos
invadió nada más entrar: lío, carcajadas estentóreas, gritos extemporáneos,
estética hortera por demás, telas brillantes que al frotarse inundaban aquello
de electricidad estática, paños floreados de cortina, tocados atómicos, moños
imposibles, corbatas fugitivas, zapatos opresivos, atmósfera saturada de mil colonias
y perfumes generosa e inútilmente escanciados sobre la humanidad de cada cual
que, sin embargo, merced al bochorno y la falta de verdadera higiene, lograba
sobreponerse con sus propios aromas corporales a sobaquillo acre y rancio. Allí
los fumadores que habitualmente no fuman, las bebedoras que habitualmente no
beben, los bromistas que de ordinario carecen del más mínimo sentido del humor,
etc… Cualquiera puede hacerse una idea. Nos asignaron un lugar bajo un
emparrado, sin delimitar, en pleno espacio por el que deambulaban los invitados
en una especie de cóctel previo a la cena. A ras de suelo y esquivando al
personal (que gritaba a voz en cuello y se abría paso hacia las bebidas como si
en ello les fuera la vida, tropezando con nuestros bafles, enredándose con los
cables) tocamos durante aproximadamente dos horas, tras lo cual, dimos por
terminada la actuación (según Javi, eso era lo convenido con el mánager
fantasma que nos había contratado por teléfono. Por otra parte ese era nuestro
límite, nadie nos hubiera hecho tocar ni un minuto más, ni delante de la reina
de Inglaterra). Podría haberse quedado ahí la cosa, pero no, con nosotros
siempre había espacio para algo más: se nos acercó un tipo barrigón, entrado en
años y alegre (uno de los faldones de su camisa ondeaba ya por fuera del
pantalón), probablemente el padre de la novia, o del novio (que tanto da), el
jefe del cotarro, y, visiblemente extrañado, nos conminó a que siguiéramos
tocando durante la cena, hasta que acabara todo (es decir, hasta que al señor
le saliera de la punta de los cojones, para entendernos), lo que escuchamos sin
dejar de recoger. El tío (iba a decir un auténtico paleto, pero no, no se vaya
a entender en sentido literal, pues la gente de pueblo, entre los que me encuentro,
hacemos gala por lo general de un saber estar y una templanza por encima de la
media), un auténtico patán, nos amenazó con no darnos “ni un duro”. Phil abría
mucho los ojos, luego acabó por indignarse, nunca acostumbrada del todo a los
exabruptos patrios a pesar de los años de experiencia ibérica. Expusimos al
buen hombre, serenamente, lo pactado y llamó al mánager fantasma cagándose en
algunas figuras sagradas e instituciones públicas (cosa que, la verdad, no
venía al caso). Javi habló entonces con el mánager fantasma, que primero le
rogó en aras de nuestra antigua amistad? (un tipo al que no habíamos visto
nunca) le hiciéramos el favor de seguir tocando, y, ante la negativa, pasó a
las amenazas ya conocidas de no pagar y, aún peor, de no conseguirnos más
conciertos (borrarnos de la lista, dijo). Ahí todos empezamos a temblar de
miedo, así que lo hablamos, nos pusimos de acuerdo sobre el conducto por donde
podían meterse el dinero el uno y el otro, terminamos de recoger y nos marchamos.
Juanjo incluso se despidió amablemente, como en él es costumbre pase lo que
pase, sin rencores, “me cago en el día de hoy, no vais a cobrar ni un duro”,
fueron las últimas palabras de nuestro ex mecenas. Andando el tiempo, no he
podido por menos de preguntarme qué es lo que ciertas personas veían en
nosotros para invocar amistad sin siquiera conocernos o esperar que tocáramos
toda una noche por trescientos o cuatrocientos cochinos euros a repartir entre
cinco. El cabreo nos duró lo justo hasta llegar a la calle y permitir a
nuestras narices descansar de esa mezcla empalagosa de colonia a chorros y
sudor rancio. Javi, en plan reflexivo, dijo “esto no lo cobramos, tíos”, y,
agradeciéndole la conclusión, nos fuimos a tomar algo. Para celebrarlo.